¿Quiénes
tienen razón, los idealistas o los materialistas? Una vez planteada así la
cuestión, vacilar se hace imposible. Sin dudan alguna los idealistas se engañan
y/o los materialistas tienen razón. Sí, los hechos están antes que las ideas;
el ideal, como dijo Proudhon, no más que una flor de la cual son raíces las
condiciones materiales de existencia. Toda la historia intelectual y moral,
política y social de la humanidad es un reflejo de su historia económica.
Todas
las ramas de la ciencia moderna, concienzuda y seria, convergen a la
proclamación de esa grande, de esa fundamental y decisiva verdad: el mundo
social, el mundo puramente humano, la humanidad, en una palabra, no es otra
cosa que el desenvolvimiento último y supremo -para nosotros al menos
relativamente a nuestro planeta-, la manifestación más alta de la animalidad.
Pero como todo desenvolvimiento implica necesariamente una negación, la de la
base o del punto de partida, la humanidad es al mismo tiempo y esencialmente
una negación, la negación reflexiva y progresiva de la animalidad en los
hombres; y es precisamente esa negación tan racional como natural, y que no es
racional más que porque es natural, a la vez histórica y lógica, fatal como lo
son los desenvolvimientos y las realizaciones de todas las leyes naturales en
el mundo, la que constituye y crea el ideal, el mundo de las convicciones
intelectuales y morales, las ideas.
Nuestros
primeros antepasados, nuestros adanes y vuestras evas, fueron, si no gorilas,
al menos primos muy próximos al gorila, omnívoros, animales inteligentes y
feroces, dotados, en un grado infinitamente más grande que los animales de
todas las otras especies, de dos facultades preciosas: la facultad de pensar y
la facultad, la necesidad de rebelarse.
Estas
dos facultades, combinando su acción progresiva en la historia, representan
propiamente el "factor", el aspecto, la potencia negativa en el
desenvolvimiento positivo de la animalidad humana, y crean, por consiguiente,
todo lo que constituye la humanidad en los hombres.
La
Biblia, que es un libro muy interesante y a veces muy profundo cuando se lo
considera como una de las más antiguas manifestaciones de la sabiduría y de la
fantasía humanas que han llegado hasta nosotros, expresa esta verdad de una
manera muy ingenua en su mito del pecado original. Jehová, que de todos los
buenos dioses que han sido adorados por los hombres es ciertamente el más
envidioso, el más vanidoso, el más feroz, el más injusto, el más sanguinario,
el más déspota y el más enemigo de la dignidad y de la libertad humanas, que
creó a Adán y a Eva por no sé qué capricho (sin duda para engañar su hastío que
debía de ser terrible en su eternamente egoísta soledad, para procurarse nuevos
esclavos), había puesto generosamente a su disposición toda la Tierra, con
todos sus frutos y todos los animales, y no había puesto a ese goce completo
más que un límite. Les había prohibido expresamente que tocaran los frutos del
árbol de la ciencia. Quería que el hombre, privado de toda conciencia de sí
mismo, permaneciese un eterno animal, siempre de cuatro patas ante el Dios
eterno, su creador su amo. Pero he aquí que llega Satanás, el eterno rebelde,
el primer librepensador y el emancipador de los mundos. Avergúenza al hombre de
su ignorancia de su obediencia animales; lo emancipa e imprime sobre su frente
el sello de la libertad y de la humanidad, impulsándolo a desobedecer y a comer
del fruto de la ciencia.